Desordenados y desintegrados

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26 de junio de 2024
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12:38 am
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Desordenados y desintegrados

Por: Héctor A. Martínez (SOCIÓLOGO)

No quisiera sonar tan academicista, pero creo que es necesario decirlo: somos una sociedad desintegrada y desordenada, desde la familia hasta las instituciones del Estado, pasando por las organizaciones intermedias y gremios.

La situación es como para preocuparnos. La mayor parte de la población sospecha que esta profundísima división en la que hemos caído es cuestión ocasional, producto de una crisis económica mundial o de una transitoria polarización partidista, que los mismos políticos se encargarán de remediar una vez pasadas las elecciones. Pero se equivocan.

La desintegración social es el producto de la falta de visión a largo plazo de nuestros líderes políticos y empresariales, de la polución doctrinaria de los partidos, así como de la escasez de oportunidades y recursos que el sistema niega a los ciudadanos para que estos puedan alcanzar el éxito o, al menos, hacer realidad sus aspiraciones personales más caras.

Sin la seguridad que ofrecen estas condiciones materiales, la proclividad de los individuos hacia el rompimiento de las normas y los principios que funcionan a manera de argamasa de la sociedad se acrecienta con el paso del tiempo. De ahí surge la incontrolable disfuncionalidad que la gente cree que se remedia metiendo a todos los delincuentes a la chirona, como lo hace Bukele en El Salvador.

Una sociedad desintegrada se produce en ausencia de principios rectores que acompañan la interacción cotidiana de los individuos; las “reglas esenciales” para mantener el equilibrio del sistema que argüía Morton Kaplan; el “contrato social” de Rousseau. A partir de esa condición de irrespeto por las normas, exhibidas no solo por los pillos, sino también por líderes que creímos honorables, las leyes adquieren significados relativos e interpretaciones legalistas, pero inmorales, dependiendo de la astucia del jurisconsulto.

Así, el funcionario corrupto, el sicario, o el extorsionador que esquilma al honrado empresario, mide las consecuencias de sus actos, no por el balance que impone la estructura de recompensas y castigos, sino por la escapada legal, el fraude procesal y la arbitraria aplicación de la justicia. El resultado de esta entropía jurídica es que la capacidad de contención de los cuerpos policiales llega a ser insuficiente, mientras el sistema colapsa. Lo de Bukele es uno de los peores fraudes de la historia, al tiempo que medio mundo supone que el crimen se remedia construyendo megaprisiones. ¡Pobres inocentes!

Recomponer una sociedad desordenada y desintegrada lleva años de trabajo, porque no solo es cuestión de agendas de partidos políticos o de la predestinación de líderes iluminados que juran haber descubierto la fórmula mágica. Sin una condición de crecimiento económico sostenible que se refleje en una distribución de la riqueza -no en regalías que solo benefician a los parásitos del Estado- y en una asepsia moral en las instituciones y gremios, los ciudadanos difícilmente podrán percibir un cambio profundo, lo suficiente como para interactuar, modelar y conducirse de acuerdo a valores y reglas claramente establecidas. Eso se llama cultura, y la argamasa de la cultura son los principios y las normas bien observados que mantienen en equilibrio el sistema social.

Sin el caldo de cultivo de la disponibilidad de recursos, de oportunidades ofrecidas por la bonanza y el progreso, el respeto por la autoridad se viene abajo, al tiempo que la balanza se inclina hacia el lado menos conveniente. Peligrosa situación esta, porque, en condiciones de anarquía, el despreciable autoritarismo no tarda en asomar la cabeza.

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