“De pulperos, pulperías y revoluciones”

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12 de junio de 2024
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“De pulperos, pulperías y revoluciones”

Por: Jorge Raffo,

Embajador en Guatemala

“Muchas pendencias singulares no solamente de soldados principales sino también de mercaderes y otros tratantes, hasta los que llaman pulperos, nombre impuesto a los más pobres vendedores porque en la tienda de uno de ellos hallaron vendiéndose un pulpo” (Inca Garcilaso, Historia General del Perú, Libro XX, Cap. VI, 1617).

Las pulperías se inician en Sudamérica en 1574 “cuando el Rey concedió el ‘derecho a pulpería’ a los trabajadores de las minas de Potosí y Porco, en el Alto Perú, actual Bolivia” (Rodríguez, 2019)). En el s. XVIII, las pulperías se habían extendido por toda Centroamérica constituyéndose en lugares de convivencia y desahogo social, convirtiéndose en una expresión cultural de emprendimiento comercial y, al mismo tiempo, expresión de inconformidad de los escalones más bajos de una sociedad estratificada como la virreinal (Rodríguez, 2019).

Los pulperos “eran pequeños empresarios de menor capital que se diferenciaban de los bodegueros por no vender bienes importados, conservas y vinos” (Kinsbruner, 1983, citado por Patrucco, 2005). Para 1790 se contabilizaban 287 pulperos en Lima, capital del virreinato; 57 en Ciudad de Panamá (García, 2016); 18 en Tegucigalpa (Rodríguez, 2019); 158 en Puebla de los Ángeles, México, en 1808; 102 en Caracas, en 1808; 457 en Buenos Aires, en 1813; y 219 en Ciudad de México, aunque allí se les llamaba “pulquerías” (Flores Galindo, 1984, citado por Patrucco, 2005).

Oyuela (1999) señala que, desde 1808 en adelante, las pulperías en Tegucigalpa y Lima fueron “una extraña mezcla de refresquería y cantina” y centro verbal de primicias periodísticas donde se comentaban los acontecimientos políticos asociados a la ebullición revolucionaria pero también, muchas veces, epicentro de noticias alarmistas, sobredimensionadas y falsas. Sin embargo, Patrucco (2005) sostiene que “la pulpería, para el emprendedor comercial, era, principalmente, un medio para empezar el ascenso social, pues el local podía ser alquilado y era posible conseguir un socio capitalista a cambio de poner el trabajo y la experiencia”, es decir, una proto clase media, una incipiente pequeña burguesía en las postrimerías del virreinato.

Las crónicas y los periódicos coinciden en señalar que en las pulperías “confluían todo género de olores y sabores opuestos, como chocolate, aguardiente, semitas, rosquillas, sebo, jabón, dulces, carne, verduras y frutas, entre otros. En definitiva, en esas tienditas había un poco de todo, lo que las hacía irreductibles, inclasificables, difíciles de definir” (Rodríguez, 2019) y de ahí la exótica seducción que ejercen las pulperías sobre los escritores costumbristas del s. XIX que las hacen centro de sus relatos. Algunos, incluso, afirman que, en tiempos virreinales, servían además de lugar de reducción de los productos de contrabando y hurto. Situación posible pero poco probable porque los productos manufacturados tenían otras redes de consumo.

Una diferencia entre pulperos de Lima y Tegucigalpa es que en la primera ciudad casi todos ellos eran genoveses (que recibieron el apelativo de “bachiches”) mientras que, en la segunda, casi todos eran criollos o españoles. Una segunda diferencia es que, en el Perú, ser pulpero era un trabajo masculino mientras que, en Honduras, la conducción y administración de las pulperías estaba en manos de mujeres (Wells, viajero decimonónico, citado por Oyuela, 1999, y Rodríguez, 2019). En Lima, tan exitosos como Andrés Sofiat -el creador del servicio culinario “mesa redonda”- que tenía una pulpería en la calle Estanquillo (1779), están los pulperos “Juan Bautista Gatardín natural de Saboya y tenía una en la esquina de la plazuela de San Juan Dios (1724), el napolitano Salvador Palacio tenía pulpería en la esquina de Santo Domingo (1735), Juan Antonete era corso y era pulpero en la esquina de Jesús María (1737). Finalmente, Juan Bado era sardo y tenía tienda en la calle de San José (1786)” (Patrucco, 2005). En Tegucigalpa, casi en el mismo período -el siglo XVIII borbónico- “existió la tienda de don Pedro Mártir de Zelaya, ‘con cajón a la calle y trascorral’, ubicada en la calle de la Amargura en la Villa de Tegucigalpa. Además del giro comercial, la tienda -dirigida por su mujer- también se dedicaba al préstamo y la compraventa de plata. En 1802, Manuel José Midence, en su calidad de comerciante, poseía tres pulperías” (Rodríguez, 2019) todas ellas conducidas por mujeres.

Muchos levantamientos políticos de principios del s. XIX se gestaron en cafés y pulperías, eran la cuna de confabulaciones e intrigas por excelencia. Maquinar una revolución no era fácil, una mirada más aguda dividiría a cafés y pulperías según el origen social de los conspiradores y el calibre de sus pensamientos libertarios, pero en lo que están todos de acuerdo es que esos espacios percibidos como ‘públicos’ no hubieran sido posible sin el empuje del emprendimiento comercial individual.

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